martes, 1 de diciembre de 2009

TRABAJO 10: Annie Leibovitz



BIOGRAFÍA


Pasó su infancia y adolescencia en diferentes ciudades de EEUU.

Su primer contacto con la fotografía fue a través de álbumes de fotos familiares. Un poco más tarde, sus primeras referencias en materia de fotografía fueron Henri Cartier-Bresson y Jaques-Henri Lartigue. Comenzó en 1970 a estudiar fotografía en el Instituto de arte de San Francisco, ese mismo año tuvo su primer gran éxito como fotógrafa gracias a un portfolio que propuso a Robert Insburry, el director artístico de la revista Rolling Stone.

Annie Leibovitz fue nombrada en 1973 fotógrafa jefe de esa revista, cargo que ocupó hasta su traslado a Vanity Fair, en 1983.

"Es divertido hacer fotos conmigo, algunas veces pongo a la gente en el barro y otras las cuelgo del techo" Así comentó una vez su propia manera de trabajar.

Sus retratos de estrellas de la música, el cine y el teatro, del arte, la literatura o la política, destacan por su originalidad y el aspecto viviente de sus puestas en escena., tratando de introducir cierta dosis de broma, humor e ironía a sus retratos.

Gracias a la intensidad de su confrontación con la personalidad de sus modelos, la fotógrafa consigue hacerles adoptar las poses deseadas, no desprovistas de humor. "Cuando digo que me gustaría fotografiar a determinada persona, lo que quiero decir realmente es que me gustaría conocerla”.

Fue la primera mujer en exponer su obra en la Galería Nacional de Retratos de Washington D.C., y la última en retratar al músico John Lennon, antes de que éste fuera asesinado en 1980.

Es la fotógrafa mejor pagada del mundo y ha trabajado para revistas como Vanity Fair, Rolling Stone y Vogue. En 1983 ganó un Grammy en la categoría Mejor portada de un álbum, al año siguiente fue galardonada por la Asociación Estadounidense de Editores de Revistas como Fotógrafa del año. En 1988 recibió el premio Clio por la campaña publicitaria de American Express y en abril del 2000, la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos la nombró «Leyenda viviente».

Aunque es conocida principalmente por sus retratos de celebridades, Leibovitz ha practicado la fotografía documental y de paisajes, contratada por la editorial Condé Nast Publications desde 1993. Sus imágenes son representadas, desde 1977, por la agencia de fotoperiodismo Contact Press Images.




Las palabras de Leibovitz (entrevista concedida a EL MUNDO en junio de 2009, a la luz de una de sus exposiciones en Madrid)

Considera que lo que tiene que decir lo cuentan mejor en su obra, por eso no concede (casi nunca) una entrevista.

- Esta exposición despliega una parte muy íntima de su v

ida, ¿de algún modo es un exorcismo que había que hacer?

- Bueno, exorcismo es una palabra dura... Es curioso, antes pensaba en las

fotos personales que hay en la muestra (incluso en las que no hay) y lo

que veo en verdad es un enorme amor. Me siento muy afortunada de poder haber hecho todo este trabajo. Para mí no es algo que ahora vea con distancia, sino que lo siento como algo que me acompaña, que viaja conmigo. ¡Qué privilegio! A veces pienso que nosotros, los que están en las fotografías, incluso las fotografías terminaremos siendo lo mismo: polvo.


- Susan Sontag es una presencia del algún modo constante en la muestra...

- A través de las instantáneas entiendo algo más de la relación que he tenido con Susan. Entiendo así la fotografía como parte de esta relación. Y me sucede lo mismo con los retratos de mi padre. ¿Qué relación tuve con él? Pues lo voy entendiendo a través de ciertas imágenes íntimas.

Más que una memoria de mi vida, mis fotos son una evidencia, una prueba de mi existencia.

- ¿Diría que todo esto es un autorretrato vital y sentimental?

- Lo es. La fotografía es un medio maravilloso. Ahora, con estas instantáneas rodeándonos, estamos lo más cerca posible de lo que yo soy. Y de algún modo ellas nos dicen las miles de formas diferentes en que puedes utilizar una imagen, cómo dirigirla. Aquí hay fotos personales y de encargo, pero en mi caso son dos vertientes que se equilibran, incluso que se necesitan, una tira de la otra.

- Pero lo que más se conoce de usted es esa obra de encargo.

- Cierto. Y mucha parte de esa obra creo que es basura, pero luego hay una parte muy buena. Me doy por satisfecha si hago cinco fotos buenas en un año. Conozco la diferencia entre una buena foto y otras de circunstancias... Pero el verdadero trabajo personal es la edición del material.

- ¿Trabaja con la misma libertad que en los años 70, cuando hacía aquellas portadas tan insólitas para 'Rolling Stone'?


- Creo que mantengo esa libertad, pero con la responsabilidad de los años y del tiempo también crecen los miedos. La semana próxima tengo un trabajo y ya estoy nerviosa, pensando cómo lo voy a resolver. Aunque usted me pregunta por aquellos trabajos míos de los años 70... Entonces yo era una niña... Me gusta ver aquellas fotos, pero no olvido la edad que tenía entonces, ni la ingenuidad. Lo que me gustaba entonces era ser joven, no tener prejuicios, lanzarme a los retos de cabeza. Pero llegar a una edad como la mía me permite saber realmente lo que hago. Eso es mucho más interesante. No quiere decir que pierdas pasión, pero entran en juego muchas variables que te pone delante la vida.

- Además de la capacidad de observación, sus instantáneas buscan u

na profundidad psicológica.

Eso es lo que me gusta conseguir. De eso depende la perdurabilidad de una imagen, sólo así puede incluso modificar tus ideas sobre un paisaje concreto o sobre alguien.


ALGUNAS FOTOGRAFÍAS REALIZADAS A FAMOSOS


Brad Pitt.



Hizo un guiño a la obra del artista Christo, fotografiándole envuelto en telas.




Penelope Cruz y Woody Allen, en una pose algo cómica, característica muy común en las fotografía de Leibovitz.


Nicole Kidman


La fotógrafa cuenta, como anécdota de la sesión a la reina de Inglaterra, que le invitó a quitarse la corona, a lo que ella contestó con molestia.




La familia Obama, ya tiene fotografías de Leibovitz.















La verdad es que Annie Leibovitz me ha parecido una persona muy peculiar, desde su virtuosismo al hacer de una sesión de fotos, una experiencia inolvidable, hasta su punto de vista hacia la fotografía, trata de no solo capturar un momento, sino también de hacerlo suyo y de la persona que lo protagoniza.



domingo, 29 de noviembre de 2009

TRABAJO9: fotografías de retrato



JOAQUIN LORDA

Imparte las asignaturas de Historia de la Arquitectura I y II e Historia de la Construccion, su departamento es una zona de juegos donde te es imposible no tocar esto o lo otro, las estanterías, llenas de libros, porcelanas, enciclopedias, columnas, cajas aun sin abrir... y demás cachivaches (desde el buen sentido de la palabra).

Bien por la necesidad de dejar hueco a nuevos objetos interesantísimos, bien porque prefiere que todo el mundo vea sus 'juguetes',
ha decidido montar una vitrina en algún lugar estratégico de la escuela, y se ofreció a enseñarme algunas de las cosas que formarán parte de ella...

Desde los planos originales de 1793, de 3 metros de longitud relacionados con las conducciones de Pavía en tiempos de Napoleon, hasta compases enormes que van desde los 5 centímetros hasta un metro noventa, estos últimos son de origen francés e inglés, excepto el más grande fabricado en la ciudad española de Murcia.
En la mesa, también podemos ver algunos Alidade del s.XVIII, que servían en construcción para medir las horizontales y un teodolito inglés de 1860.

Quien sabe dónde pondrá al final esta vitrina de construcción antigua, lo que si se, es que no seré la primera ni la última en pararse cada vez que pase por delante y fijarme en alguno de los objetos que allí estén expuestos.





Fotografiando a LEIRE, una de mis compañeras de grupo.













martes, 17 de noviembre de 2009

TRABAJO8: Visita a las bodegas de Otazu

A las 4 en los contenedores, y a Otazu, Lorena la chica que nos enseñará la bodega nos espera amablemente, como marco principal la bodega antigua destacable por su particular tercer piso usado como granero, cruzamos unas puertas, aisladas para conservar la temperatura y bajamos a la bodega... aqui empezó todo...

Las tenues luces, crean un juego de sombras en la bodega antigua.
Un paisaje curioso este, con la cubierta tan baja en un espacio tan grande, la escasez de luz hace que podamos coger algun contraluz bastante interesante..

Había tantas y tantas cubas, que ya pierdo la cuenta,...
Una vez en la sala de producción, vemos cómo hacen el vino, despues de explicarnos todo el proceso.. la cosa no parece tan simple.
Por las pasarelas superiores, se va de recipiente en recipiente controlando el estado del vino...
Tambien pasamos por la sala de reposo del vino, donde se dejan incluso años las botellas terminando el lento proceso que deriva en tan grandes propiedades y aromas.

Y comienza la cata, el vino se coge asi, se sirve asao, se mira, se huele, se revuelve, se airea, se bebe, se siente, ....
Y de acompañamiento.. colines, por su neutralidad en el sabor.. y que de este modo podamos degustar mejor las características del vino que bebamos luego..
...algunos removían pegados a la mesa..
oliendo, buscábamos aromas afrutados, manzana, piña, en el caso del tinto tratamos de advertir el olor a madera...



Un batallón de copas esperan a ser utilizadas por nuevos visitantes, no se si se dan cuenta de la belleza que su sombra proyecta o el interés que suscita la superposición de unas y otras...

Y por último la inspiración de la próxima imagen de la casa, una de las obras de Manolo Valdes, y no se si me aventuro al entrever el movimiento del vino en la copa con este gesto del acero de este famoso escultor valenciano.
Por último, trato de resumir lo que ha sido esta visita... con esta foto en la que se puede ver el principio y el final de todo. Buena experiencia



lunes, 9 de noviembre de 2009

TRABAJO7: rincones de Pamplona








TRABAJO6: ilustra un artículo



PAUL BENJAMIN EXPLICA A SU AMIGO AUGGIE WREN QUE LE HAN ENCARGADO UN CUENTO PARA EL PERIODICO. PARA AYUDARLE, AUGGIE LE NARRA COMO CONSIGUIO LA CAMARA DE FOTOS CON LA QUE, DESDE HACE AÑOS, FOTOGRAFIA EL TIEMPO DESDE LA ESQUINA DE SU TIENDA DE TABACOS. ES LA HISTORIA DE UNA BUENA ACCION: PASAR LA NOCHEBUENA CON UNA POBRE VIEJECITA QUE LE CREE SU NIETO

Le oí este cuento a Auggie Wren. Dado que Auggie no queda demasiado bien en él, por lo menos no todo

lo bien que a él le habría gustado, me pidió que no utilizara su verdadero nombre. Aparte de eso, toda la historia de la cartera perdida, la anciana ciega y la comida de Navidad e

s exactamente como él me la contó.

Auggie y yo nos conocemos desde hace casi once años. El trabaja detrás del mostrador de un estanco en la calle Court, en el centro




de Brooklyn, y como es el único estanco que tiene los puritos holandeses que a mí me gusta fumar, entro allí bastante a menudo. Durante mucho tiempo apenas pensé en Auggie Wren. Era

el extraño hombrecito que llevaba una sudadera azul con capucha y me vendía puros y revistas, el personaje pícaro y chistoso que siempre tenía algo gracioso que decir acerca del tiempo, de los M

ets o de los políticos de Washington, y nada más.

Pero luego, un día, hace varios años, él estaba leyendo una revista en la tienda cuando casualmen

te tropezó con la reseña de un libro mío. Supo que era yo porque la reseña iba aco

mpañada de una fotografía, y a partir de entonces las cosas camb

iaron entre nosotros. Yo ya no era simplemente un cliente más para Auggie, había convertido en una persona distinguida. A la mayoría de la gente le importan un comino los libros y los escritores, pero resultó que Auggie se consideraba un artista. Ahora que había descubierto el secreto de quién era yo, me adoptó como a un aliado, un confidente, un cam

arada. A decir verdad, a mí me resultaba bastante embarazoso. Luego, casi inevitablemente, llegó el momento en que me preguntó si estaría dispuesto a ver sus fotografías. Dado su entusiasmo y buena voluntad, no parecía que hubiera manera de rechazarle.

Dios sabe qué esperaba yo. Como mínimo, no era lo que Auggie me enseñó al día siguiente. En una pequeña trastienda sin ventanas abrió una caja de cartón y sacó doce álbumes de fotos negro

s e idénticos.




Dijo que aquélla era la obra de su vida, y no tardaba más de cinco minutos al día en hacerla. Todas las mañanas durante los últimos doce años se había detenido en la esquina de la Avenida Atlantic y la calle Clinton exactamente a las siete y había hecho una sola fotografía en color de exactamente la misma vista. El proyecto ascendía ya a más de cuatro mil fotografías. Cada álbum representaba un año diferente y todas las fotografías estaban dispuestas en secuencia, desde el 1 de enero hasta el 31 de diciembre, con las fechas cuidadosamente anotadas debajo de cada una.


Mientras hojeaba los álbumes y empezaba a estudiar la obra de Auggie, no sabía qué pensar. Mi primera impresión fue que se trataba de la cosa más extraña y desconcertante que había visto nunca. Todas las fotografías eran iguales. Todo el proyecto era un curioso ataque de repetición que te dejaba aturdido, la misma calle y los mismos edificios una y otra vez, un implacable delirio de imágenes redundantes. No se me ocurría qué podía decirle a Auggie, así que continué pasando las páginas, asintiendo con la cabeza con fingida apreciación. Auggie parecía sereno, mientras me miraba con una amplia sonrisa en la cara, pero cuando yo llevaba varios minutos observando las fotografías, de repente me interrumpió y me dijo:

-Vas demasiado deprisa. Nunca lo entenderás si no vas más despacio.

Tenía razón, por supuesto. Si no te tomas tiempo para mirar, nunca conseguirás ver nada. Cogí otro álbum y me obligué a ir más pausadamente. Presté más atención a los detalles, me fijé en los cambios en las condiciones meteorológicas, observé las variaciones en el ángulo de la luz a medida que avanzaban las estaciones. Finalmente pude detectar sutiles diferencias en el flujo del tráfico, prever el ritmo de los diferentes días (la actividad de las mañanas laborables, la relativa tranquilidad de los fines de semana, el contraste entre los sábados y los domingos). Y luego, poco a poco, empecé a reconocer las caras de la gente en segundo plano, los transeúntes camino de su trabajo, las mismas personas en el mismo lugar todas las mañanas, viviendo un instante de sus vidas en el objetivo de la cámara de Auggie.

Una vez que llegué a conocerles, empecé a estudiar sus posturas, la diferencia en su porte de una mañana a la siguien- te, tratando de descubrir sus estados de ánimo por estos indicios superficiales, como si pudiera imaginar historias para ellos, como si pudiera penetrar en los invisibles dramas encerrados dentro de sus cuerpos. Cogí otro álbum. Ya no estaba aburrido ni desconcertado como al principio. Me di cuenta de que Auggie estaba fotografiando el tiempo, el tiempo natural y el tiempo humano, y lo hacía plantándose en una minúscula esquina del mundo y deseando que fuera suya, montando guardia en el espacio que había elegido para sí. Mirándome mientras yo examinaba su trabajo, Auggie continuaba sonriendo con gusto. Luego, casi como si hubiera estado leyendo mis pensamientos, empezó a recitar un verso de Shakespeare.

-Mañana y mañana y mañana -murmuró entre dientes-, el tiempo avanza con pasos menudos y cautelosos.

Comprendí entonces que sabía exactamente lo que estaba haciendo.

Eso fue hace más de dos mil fotografías. Desde ese día Auggie y yo hemos comentado su obra muchas veces, pero hasta la semana pasada no me enteré de cómo había adquirido su cámara y empezado a hacer fotos. Ese era el tema de la historia que me contó, y todavía estoy esforzándome por entenderla.

A principios de esa misma semana me había llamado un hombre del New York Times y me había preguntado si querría escribir un cuento que aparecería en el periódico el día de Navidad. Mi primer impulso fue decir que no, pero el hombre era muy persuasivo y amable, y al final de la conversación le dije que lo intentaría. En cuanto colgué el teléfono, sin embargo, caí en un profundo pánico. ¿Qué sabía yo sobre la Navidad?, me pregunté. ¿Qué sabía yo de escribir cuentos por encargo?

Pasé los siguientes días desesperado, guerreando con los fantasmas de Dickens, O. Henry y otros maestros del espíritu de la Navidad. Las propias palabras «cuento de Navidad» tenían desagradables connotaciones para mí, en su evocación de espantosas efusiones de hipócrita sensiblería y melaza. Ni siquiera los mejores cuentos de Navidad eran otra cosa que sueños de deseos, cuentos de hadas para adultos, y por nada del mundo me permitiría escribir algo así. Sin embargo, ¿cómo podía nadie proponerse escribir un cuento de Navidad que no fuera sentimental? Era una contradicción en los términos, una imposibilidad, una paradoja. Sería como tratar de imaginar un caballo de carreras sin patas o un gorrión sin alas.

No conseguía nada. El jueves salí a dar un largo paseo, confiando en que el aire me despejaría la cabeza. Justo después del mediodía entré en el estanco para reponer mis existencias, y allí estaba Auggie, de pie detrás del mostrador, como siempre. Me preguntó cómo estaba. Sin proponérmelo realmente, me encontré descargando mis preocupaciones sobre él.

-¿Un cuento de Navidad? -dijo él cuando yo hube terminado-. ¿Sólo es eso? Si me invitas a comer, amigo mío, te contaré el mejor cuento de Navidad que hayas oído nunca. Y te garantizo que hasta la última palabra es verdad.

Fuimos a Jack's, un restaurante angosto y ruidoso que tiene buenos sandwiches de pastrami y fotografías de antiguos equipos de los Dodgers colgadas en las paredes. Encontramos una mesa al fondo, pedimos nuestro almuerzo y luego Auggie se lanzó a contarme su historia.

-Fue en el verano del setenta y dos -dijo-. Una mañana entró un chico y empezó a robar cosas de la tienda. Tendría unos diecinueve o veinte años, y creo que no he visto en mi vida un ratero de tiendas más patético. Estaba de pie al lado del expositor de periódicos de la pared del fondo, metiéndose libros en los bolsillos del impermeable. Había mucha gente junto al mostrador en aquel momento, así que al principio no le vi. Pero cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, empecé a gritar. Echó a correr como una liebre, y cuando yo conseguí salir de detrás del mostrador, él ya iba como una exhalación por la avenida Atlantic. Le perseguí más o menos media manzana, y luego renuncié. Se le había caído algo, y como yo no tenía ganas de seguir corriendo me agaché para ver lo que era.

»Resultó que era su cartera. No había nada de dinero, pero sí su carnet de conducir junto con tres o cuatro fotografías. Supongo que podía haber llamado a la poli para que le arrestara. Tenía su nombre y dirección en el carnet, pero me dio pena. No era más que un pobre desgraciado, y cuando miré las fotos que llevaba en la cartera, no fui capaz de enfadarme con él. Robert Goodwin. Así se llamaba. Recuerdo que en una de las fotos estaba de pie rodeando con el brazo a su madre o su abuela. En otra estaba sentado a los nueve o diez años vestido con un uniforme de béisbol y con una gran sonrisa en la cara. No tuve valor. Me figuré que probablemente era drogadicto. Un pobre chaval de Brooklyn sin mucha suerte, y, además, ¿qué importaban un par de libros de bolsillo?

Así que me quedé con la cartera. De vez en cuando sentía el impulso de devolvérsela, pero lo posponía una y otra vez y nunca hacía nada al respecto. Luego llega la Navidad y yo me encuentro sin nada que hacer. Generalmente el jefe me invita a pasar el día en su casa, pero ese año él y su familia estaban en Florida visitando a unos parientes. Así que estoy sentado en mi piso esa mañana compadeciéndome un poco de mí mismo, y entonces veo la cartera de Robert Goodwin sobre un estante de la cocina. Pienso qué diablos, por qué no hacer algo bueno por una vez, así que me pongo el abrigo y salgo para devolver la cartera personalmente.



»La dirección estaba en Boerum Hill, en las casas subvencionadas. Aquel día helaba, y recuerdo que me perdí varias veces tratando de encontrar el edificio. Allí todo parece igual, y recorres una y otra vez la misma calle pensando que estás en otro sitio. Finalmente encuentro el apartamento que busco y llamo al timbre. No pasa nada. Deduzco que no hay nadie, pero lo intento otra vez para asegurarme. Espero un poco más y, justo cuando estoy a punto de marcharme, oigo que alguien viene hacia la puerta arrastrando los pies. Una voz de vieja pregunta quién es, y yo contesto que estoy buscando a Robert Goodwin.

»-¿Eres tú, Robert? -dice la vieja, y luego descorre unos quince cerrojos y abre la puerta.

»Debe tener por lo menos ochenta años, quizá noventa, y lo primero que noto es que es ciega.

»-Sabía que vendrías, Robert -dice-. Sabía que no te olvidarías de tu abuela Ethel en Navidad.

»Y luego abre los brazos como si estuviera a punto de abrazarme.

»Yo no tenía mucho tiempo para pensar, ¿comprendes? Tenía que decir algo deprisa y corriendo, y antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, oí que las palabras salían de mi boca.

»-Está bien, abuela Ethel -dije-. He vuelto para verte el día de Navidad.

»No me preguntes por qué lo hice. No tengo ni idea. Puede que no quisiera decepcionarla o algo así, no lo sé. Simplemente salió así, y de pronto, aquella anciana me abrazaba delante de la puerta y yo la abrazaba a ella.

No llegué a decirle que era su nieto. No exactamente, por lo menos, pero eso era lo que parecía. Sin embargo, no estaba intentando engañarla. Era como un juego que los dos habíamos decidido jugar, sin tener que discutir las reglas. Quiero decir que aquella mujer sabía que yo no era su nieto Robert. Estaba vieja y chocha, pero no tanto como para no notar la diferencia entre un extraño y su propio nieto. Pero la hacía feliz fingir, y puesto que yo no tenía nada mejor que hacer, me alegré de seguirle la corriente.

»Así que entramos en el apartamento y pasamos el día juntos. Aquello era un verdadero basurero, podría añadir, pero ¿qué otra cosa se puede esperar de una ciega que se ocupa ella misma de la casa? Cada vez que me preguntaba cómo estaba, yo le mentía. Le dije que había encontrado un buen trabajo en un estanco, le dije que estaba a punto de casarme, le conté cien cuentos chinos, y ella hizo como que se los creía todos.

»-Eso es estupendo, Robert -decía, asintiendo con la cabeza y sonriendo-. Siempre supe que las cosas te saldrían bien.

»Al cabo de un rato empecé a tener hambre. No parecía haber mucha comida en la casa, así que me fui a una tienda del barrio y llevé un montón de cosas. Un pollo precocinado, sopa de verduras, un recipiente de ensalada de patatas, pastel de chocolate, toda clase de cosas. Ethel tenía un par de botellas de vino guardadas en su dormitorio, así que entre los dos conseguimos preparar una comida de Navidad bastante decente. Recuerdo que los dos nos pusimos un poco alegres con el vino, y cuando terminamos de comer fuimos a sentarnos en el cuarto de estar, donde las butacas eran más cómodas. Yo tenía que hacer pis, así que me disculpé y fui al cuarto de baño que había en el pasillo. Fue entonces cuando las cosas dieron otro giro. Ya era bastante disparatado que hiciera el numerito de ser el nieto de Ethel, pero lo que hice luego fue una verdadera locura, y nunca me he perdonado por ello.

»Entro en el cuarto de baño y, apiladas contra la pared al lado de la ducha, veo un montón de seis o siete cámaras. De treinta y cinco milímetros, completamente nuevas, aún en sus cajas, mercancía de primera calidad. Deduzco que eso es obra del verdadero Robert, un sitio donde almacenar botín reciente. Yo no había hecho una foto en mi vida, y ciertamente nunca había robado nada, pero en cuanto veo esas cámaras en el cuarto de baño, decido que quiero una para mí. Así de sencillo. Y, sin pararme a pensarlo, me meto una de las cajas bajo el brazo y vuelvo al cuarto de estar.

No debí ausentarme más de unos minutos, pero en ese tiempo la abuela Ethel se había quedado dormida en su butaca. Dema- siado Chianti, supongo. Entré en la cocina para fregar los platos y ella siguió durmiendo a pesar del ruido, roncando como un bebé. No parecía lógico molestarla, así que decidí marcharme. Ni siquiera podía escribirle una nota de despedida, puesto que era ciega y todo eso, así que simplemente me fui. Dejé la cartera de su nieto en la mesa, cogí la cámara otra vez y salí del apartamento. Y ése es el final de la historia.

-¿Volviste alguna vez? -le pregunté.

-Una sola -contestó-. Unos tres o cuatro meses después. Me sentía tan mal por haber robado la cámara que ni siquiera la había usado aún. Finalmente tomé la decisión de devolverla, pero la abuela Ethel ya no estaba allí. No sé qué le había pasado, pero en el apartamento vivía otra persona y no sabía decirme dónde estaba ella.

-Probablemente había muerto.

-Sí, probablemente.

-Lo cual quiere decir que pasó su última Navidad contigo.

-Supongo que sí. Nunca se me había ocurrido pensarlo.

-Fue una buena obra, Auggie. Hiciste algo muy bonito por ella.

-Le mentí, y luego le robé. No veo cómo puedes llamarle a eso una buena obra.

-La hiciste feliz. Y además la cámara era robada. No es como si la persona a quien se la quitaste fuese su verdadero propietario.

-Todo por el arte, ¿eh, Paul?

-Yo no diría eso. Pero por lo menos le has dado un buen uso a la cámara.

-Y ahora tú tienes tu cuento de Navidad, ¿no?

-Sí -dije-. Supongo que sí.

Hice una pausa durante un momento, mirando a Auggie mientras una sonrisa malévola se extendía por su cara. Yo no podía estar seguro, pero la expresión de sus ojos en aquel momento era tan misteriosa, tan llena del resplandor de algún placer interior, que repentinamente se me ocurrió que se había inventado toda la historia. Estuve a punto de preguntarle si se había quedado conmigo, pero luego comprendí que nunca me lo diría. Me había embaucado, y eso era lo único que importaba. Mientras haya una persona que se la crea, no hay ninguna historia que no pueda ser verdad.

-Eres un as, Auggie -dije-. Gracias por ayudarme.

-Siempre que quieras -contestó él, mirándome aún con aquella luz maníaca en los ojos-. Después de todo, si no puedes compartir tus secretos con los amigos, ¿qué clase de amigo eres?

-Supongo que estoy en deuda contigo.

-No, no. Simplemente escríbela como yo te la he contado y no me deberás nada.

-Excepto el almuerzo.

-Eso es. Excepto el almuerzo.

Devolví la sonrisa de Auggie con otra mía y luego llamé al camarero y pedí la cuenta.